Notas desde la intensidad. El artista como crítico

Desde el principio de mi práctica artística la escritura me ha servido en un doble sentido: por un lado para pensar con otra cadencia, como tomando una distancia frente a las obsesiones innatas al proceso artístico; por otro, como registro de la evolución de ese pensamiento, desde una primera intuición hasta conclusiones sobre un ciclo de obra. En paralelo también llegaron los textos para publicaciones periódicas o proyectos expositivos. De memoria citaría inmersiones en la obra de artistas como Martin Kippenberger o Jessica Stockholder, ensayos que han abordado las singularidades de la pintura contemporánea, la cuestión de la temporalidad-duración en el vídeo, o sobre ciertas «narrativas monumentales», epígrafe que terminó en título general del proyecto con el que me estrené recientemente como comisario. Este último es un buen ejemplo de cómo las cuestiones que emergen desde la propia obra derivan en otros campos de actuación, pero que, sin embargo, reflejan y constatan de igual manera un modo de percibir el mundo. De aquí se derivan varias cuestiones que se hablaron en la mesa redonda y que puntualizaré a continuación.

 

 

I

Un artista ha de ser necesariamente «crítico». Como bien apuntó J.L. Moraza, si nos remitimos a la etimología de la palabra —el griego kritikós - «capaz de discernir»—, nos encontramos ante la cuestión indispensable de poder «separar» y «decidir». Si el hecho artístico consiste en un proceso mediante el cual el artista percibe el mundo y establece un punto de vista particular sobre el mismo, dicho proceso, con todas sus complejidades, supone sin duda esa labor de análisis en toda su extensión.

 

Lo primero: discernir qué es ese mundo observado y cómo situarse frente al mismo, lo cual, en arte, constituye un cuestionamiento de todas las convenciones que habíamos aprendido sin dudar demasiado, y, así, ya desde un principio hemos de enfrentarnos a preguntas que dábamos por hechas: ¿Qué es el arte?, etc. Recuerdo la confusión cuando todavía era estudiante y encontraba tantas y variadas reflexiones al respecto, y ese fue quizás el primer problema «crítico», el hecho de asumir que en arte no hay verdades absolutas, que su propia naturaleza conlleva el aprender, primero, a hacerse las preguntas y que estas conforman un palimpsesto donde cierta sensación de certeza sólo es posible desde la experiencia. Sumémosle a esto el vértigo que produce la propia naturaleza de la investigación artística, donde al contrario que en la científica no hay una lógica evolutiva donde un conocimiento suma o desmiente al anterior, por lo general, en arte no hay ganancia o pérdida, sólo abismo, una especie de «nada» ante la que sólo cabe intentar ser lo más preciso a la hora de establecer un sistema de puntos de vista en los que asirse. A propósito de esto recuerdo unas declaraciones recientes del filósofo Giorgio Agamben, quien en referencia a su libro ¿Qué es filosofía?1 muestra su convicción de que esta no es una «esencia» sino una «intensidad» mediante la que uno puede adentrarse en otros campos e «insuflar vida» a cualquier cosa —cito su enumeración: «arte, religión, economía, poesía, pasión, amor, incluso aburrimiento».

 

Lo que Agamben atribuye a la filosofía como lenguaje más cercano a lo poético, a lo literario, contraviene la visión académica del relato esencialista que marca unos límites, una historia lineal y por estancos de lo filosófico. Haciendo una analogía en el campo del arte, estarían las figuras del historiador, el comisario y el crítico estableciendo categorías y cartografiando el pasado y el presente, y hablaríamos de una búsqueda de las esencias que legitiman lo que es propio del arte y sus límites de actuación. Pero, ¿y si el arte, y, en concreto, el contemporáneo, en los procesos «críticos» del artista se asemeja más a esa «intensidad» que al supuesto carácter auto-referencial y ensimismado del que tanto ha sido acusado? ¿No es, esa intensidad, algo muy similar a la experiencia integradora de la práctica artística, a la cual se refirió J.L. Moraza cuando afirmó que su escritura, sus comisariados, forman parte de una complejidad que se integra «en el fango de la vivencia»? Entenderíamos, pues, que la práctica artística es una experiencia crítica per se que tiene su centro en la experiencia de percibir y discernir el mundo.

 

Asumamos que la obra es el resultado de la experiencia artística y que puede ser cualquier cosa: un cuadro, una escultura, una acción, una película, un espacio vacío, escritura, etc., ese proceso —y su huella (obra)— pueden haberse desarrollado dentro de los márgenes de la institución-arte, la cual, mediante sus agentes: directores de museo, comisarios, críticos, coleccionistas, etc., lo legitiman como artístico. Pero ¿qué ocurre cuando esa experiencia —esa «intensidad»— se desarrolla al margen de lo institucional o en contextos diferentes al artístico? Tanto Concha Jerez como Rogelio López Cuenca nos ofrecieron historias con matices muy interesantes para reflexionar sobre la cuestión.

 

Concha Jerez nos relató la historia interna de Fuera de formato, la exposición que, en el año 83, intentó aglutinar las prácticas conceptuales en el estado español, y que, por lo tanto, por las circunstancias políticas conocidas, se había desarrollado hasta entonces en los márgenes del arte promovido oficialmente. La llegada de la democracia aceleró los movimientos, pero no tanto, y prevalecían las proclamas que celebraban el apogeo de la pintura por vía del ideario de críticos como Juan Manuel Bonet. Fuera de formato tuvo la intención de responder a esta situación con un «nosotros también estamos aquí», siendo esta una de las primeras inmersiones del «conceptual» en un ámbito institucional todavía muy precario, pero institucional a fin de cuentas. Es muy sintomático respecto a la cuestión de la legitimación de un arte todavía marginal, que al finalizar la exposición muchas de las instalaciones fueran tratadas como cachivaches, desapareciendo en los contenedores de basura o siendo literalmente amputadas, con fragmentos de piezas que reaparecieron «misteriosamente» en la colección de personas sin nombrar. También me parece significativo respecto a nuestro presente que la propia artista se preguntara en voz alta si alguna de las obras expuestas entonces se podrían mostrar en la actualidad institucionalmente, es decir, sin que supusiese el cese fulminante del responsable de la programación, o que este se autocensurase por las líneas rojas que el poder político suele marcar sin nombrarlas. Ambas cuestiones ponen en evidencia que los sistemas artísticos son un reflejo de los sistemas políticos, y que el sistema arte es, obviamente, un sistema jerárquico donde la crítica es consentida hasta cierto punto, y, por lo tanto, es una crítica políticamente auto-regulada.

 

Sobre esta cuestión ahondó Rogelio López Cuenca, sus reflexiones mostraron la ambivalencia de la cuestión, pues ciertamente el arte todavía es un lugar, «un refugio» —en sus propias palabras—donde todavía es posible experimentar de un modo que no es posible en otros campos, pero también se da la paradoja de si esa «crítica» —en el sentido de actuación con motivos socio-políticos— queda confinada dentro de los propios márgenes del arte, su incidencia puede ser inocua respecto al contexto en el que se quiere actuar e influir. Es por esto que el artista «político» ha de bregar en ese delgado límite que separa la «esencia» de la «intensidad», y cuando dicha «intensidad-crítica» se transmuta en acciones apegadas a contextos ajenos a la institución-arte —como cuando el proyecto consiste en la creación de una escuela independiente del sistema educativo oficial— entonces «lo artístico» se transmuta en una «intensidad pedagógica» —siguiendo la lógica de Agamben—, y se demuestra la posibilidad de la influencia en campos que a priori le son ajenos. En estos casos, donde la experiencia conlleva una influencia en el contexto: —¿Qué más da si acaba en arte o no?

 

 

II

El comisariado por parte de un artista supone que hay un tema sobre el que existe una necesidad de transmitir, comunicar reflexiones y experiencias inherentes a su vida y obra. Ahora bien, el ser artista no legitima unas prácticas donde uno se extralimite como comisario, ha de permanecer alerta ante la tentación de imponer una visión demasiado egocéntrica, o, para entendernos, con aspiraciones «de autoría», lo cual supondría una yuxtaposición y falta de respeto hacia lo mostrado. Esto, sin embargo, no contradice que el artista-comisario tiene y ha de tener una percepción particular concreta que, sin dejar de ser precisa, ha de ser forzosamente subjetiva, pues tampoco es un historiador o especialista científico, y para la tipología de exposición que requiera de bastos conocimientos en una materia siempre habrá profesionales más capacitados. ¿Pero cuáles son los límites en los cuales uno se extralimita —valga la redundancia—? En mi opinión, cuando dicha percepción se sobre-impone a la naturaleza de la obra expuesta, como añadiendo contenidos o capas de significado que nada tienen que ver con dicha obra. Una cosa es interpretar, someterse a un diálogo con la obra de otro u otros artistas, y otra desdibujarla en pos de un discurso interesado y egocéntrico. A este respecto hay que señalar excepciones, como en el caso de artistas cuya obra investiga sobre los propios mecanismos del dispositivo expositivo, lo cual hace plausible que, por ejemplo, la obras de una colección se dispongan de manera heterodoxa,

 

Hago lo anterior extensible a la práctica general del comisariado, dada la creciente tendencia protagónica de figuras que han llegado a auto-otorgarse la condición de «productor» artístico. Tal es así que, en los casos más exagerados, los artistas y sus obras desaparecen bajo el manto de un discurso que impide ver su verdadera capacidad de comunicación per se, como si se las situara en la posición de meras ilustraciones de dicho discurso. En este sentido, si bien es cierto que la figura del comisario ha aumentado sus capacidades de influencia y ya no es un mero gestor-coordinador, también lo es que no deber perder la conciencia de que su tarea es, en esencia, la de un mediador entre la obra y el público, y que dicha actuación, si está bien resuelta, permite que las obras «se expresen» conforme a su naturaleza, lo cual requiere un cuidado máximo respecto a sus necesidades particulares, pues si son forzadas en situaciones a la contra se mostrarán como invisibles, confusas e ilegibles. No olvidemos que toda obra, incluso la más «silenciosa», es signo de un deseo de exposición que requiere de una mediación específica.

 

 

III

En cualquier caso obviar que el peso específico del rol del comisario ha crecido exponencialmente sería una negación de la realidad. La figura tanto del crítico como del artista se han diluido y su capacidad de influencia es cada vez menor, prueba de ello es que gota a gota y de manera más o menos evidente, se viene afirmando que el arte tiende hacia el subgénero del comisariado, o, dicho a grosso modo, que ya es posible plantearse la cuestión de si es posible «un arte sin artistas». En un artículo2 al respecto, Anton Vidokle lanza esta pregunta al aire en el propio título, y recomiendo su lectura para que cada cual saque sus propias conclusiones. Eventos sintomáticos de lo que hablamos son las bienales o similares, donde el hecho artístico se diluye en programas inabarcables por su cantidad de contenidos, y todo ello, por supuesto, decorado con la correspondiente apariencia de ágora multidisciplinar y multicultural. Con esto no quiero dar la sensación de que estoy en contra de los simposios o eventos paralelos, que intervengan agentes culturales de toda índole para debatir sobre lo divino y lo humano, pero todo tiene sus proporciones, y por exceso se puede caer en el defecto del ruido discursivo que impide si quiera divagar con cierto sentido. La realidad, o esa ha sido mi sensación en muchas ocasiones, es que asistimos a eventos comisariales que, en el fondo, parecen celebrar su nueva posición en la cúspide de la pirámide. Sólo así se entiende que Ferrán Adriá fuese invitado a Documenta, —¿qué mas da un artista que un cocinero?, ya todo es justificable en la fiesta de la «creatividad», aunque más allá de este ejemplo, quizás ventajista por obvio, el movimiento sobre los límites entre práctica comisarial y producción artística existe y parece tener cuerda.

 

Puede que este sea otro debate entre «esencias» e «intensidades», y tampoco me cierro a que el nuevo rol del comisario tenga sus aspectos positivos. Un comisario más implicado y consciente de los procesos creativos puede encauzar su nueva posición hacia un discurso que no es un fin en si mismo, sino que surge como poso de un proyecto que fue abierto, quiso evolucionar y, finalmente, se enriqueció por las transformaciones que se dan en todo proceso abordado con la modestia del dispuesto a enfangarse en el barro, pero… ¿Cuanto de este supuesto es posible realmente?

 

El hecho cultural está cada vez más supeditado a cuestiones exógenas de toda índole. Cualquier institución tiene un programa con unos fines educativos o divulgativos relacionados con el contexto social en el que se desenvuelve, pero también, políticos y económicos, es decir, no existen unas condiciones ideales y autónomas de programa expositivo, como si de un cubo blanco y aislado se tratara, alrededor están todo tipo de objetivos camuflados muy pendientes de las estadísticas: cifras de retorno económico, número de visitantes, etc., algo legítimo que, sin embargo, tiende a justificar actuaciones acríticas que acostumbramos a asociar con la cultura del entretenimiento, la cual acostumbra a pensar en el espectador como un individuo pasivo que asiste a la exposición con la misma actitud que a un centro comercial, a consumir «cultura».

 

Sea como fuere, a todos los agentes que participamos del arte nos corresponde el luchar contra esas inercias que están diluyendo la dimensión humanística del arte además de la percepción elitista y distorsionada que suele llegar a la mayoría de la sociedad; más aún cuando «el mercado» parece haber inoculado su ideología en todo el sistema: en el propio lenguaje, en la multitud de noticias al respecto de la inversión y el valor, etc. En este sentido se hace necesario insistir que la riqueza del arte está en la propia experiencia artística, sea desde la posición que sea: espectador, artista, comisario…, todos ellos «críticos».

 

 

IV

Hace sólo unos días visité El Prado con la intención de recrearme en las salas de pintura renacentista y, ante El Descendimiento de Rogier Van der Weyden, pensé en que toda obra es contemporánea a través de los ojos del que la mira. Viniendo del alboroto de ARCO el contraste de la situación me hizo sentir sosiego, y el cuadro, más allá de su pathos, pareció decirme que el tiempo presente si quiera es un segundo donde desaparecen las congojas mundanas, que no somos nada, absolutamente nada más que ese instante maravilloso donde uno se emociona ante tal imagen de nosotros mismos.

 

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1 Agamben, Che cos’è la filosofia? Macerata: Quodlibet, 2016.

2 Vidokle, Anton, Art Without Artist?, e-flux journal #16 — mayo 2010

 

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